Este interesante artículo habla de los beneficios de los paseos y recalca la importancia que estos tienen en nuestro bienestar mental y en nuestra salud en general.
Tenemos que movernos. Nos lo pide el cuerpo y nos lo dicta el instinto natural, el sentido común y los médicos. Somos una especie inquieta, de ahí nuestro éxito evolutivo; inquieta y curiosa. Y eso que hemos tardado mucho en descubrir las maldades del sedentarismo, convertido según la Organización Mundial de la Salud (OMS) en el cuarto factor de riesgo de mortalidad en el mundo.
Siempre me ha sorprendido la costumbre veraniega de los paseantes rematando la tarde, la partida y la siesta con un paseo pausado por las carreteras y pistas menos transitadas del pueblo. Lo ves en España, pero lo ves igualmente en África o en América. Caminar es una actividad innata del ser humano, apta para todas las edades. Marchas sazonadas con conversaciones relajadas, intrascendentes, camino arriba y abajo, aprovechando la fresca, saludando a unos y a otros, admirando proezas tan cotidianas como el movimiento de las nubes o las chácharas atropelladas de los árboles agitados por el viento, la carrera nerviosa de un conejo, el salto huidizo del corzo, la delicadeza del vuelo de una mariposa. Si el paseo es solitario la conversación se transforma, como diría el inmortal Antonio Machado, en plática con ese buen amigo que nos enseñó el secreto de la melancolía: nosotros mismos.
Lo recomendado ahora es hacer al menos 10.000 pasos al día, esto es, recorrer unos ocho kilómetros. Es un número artificialmente inventado por los japoneses hace 50 años y con el que se denominó uno de los primeros medidores de pasos comercializado en el mundo, pero nos puede valer como referencia. Una horita de pateo. Muchos prefieren hacerlo a la carrera, por moda y porque parece que, sudando y sufriendo, este ejercicio les sentará mejor, aunque recientes estudios médicos contradicen esta percepción y dan la razón a nuestras abuelas: caminar es más provechoso que correr. Además de beneficiar al corazón y a los músculos ayuda al cerebro a funcionar mejor, pues hay un ritmo optimizado entre el flujo sanguíneo y andar, una sintonía rítmica entre los latidos y los pasos que oxigena nuestra mente. También cura el alma, pues caminar mejora el estado de ánimo, además de ser una delicada práctica estética.
Existe una larga asociación histórica entre caminar y filosofar. El francés Rousseau, en sus Ensoñaciones del paseante solitario (Alianza Editorial, 2016), fue un defensor de ese pasear sin rumbo que le permitía reflexionar con más claridad que en el silencio de una biblioteca. Lo mismo hizo el prusiano Kant, quien daba un paseo diario con tal puntualidad que servía a los vecinos para poner en hora sus relojes. A Fernando Pessoa también le encantaba pasear. Consideraba su paseo callado una conversación continua con la vida, a la que observaba con discreción. Miguel Delibes, otro caminante irredento a quien tuve la fortuna de acompañar en varias ocasiones, gustaba de sumirse en sus propios pensamientos mientras andaba, para de repente hacerte algún comentario sobre la naturaleza o el mundo rural de una clarividencia tal que apenas podías hacer otra cosa que asentir entusiasmado. Los paseos diarios con mi padre por el burgalés parque de Fuentes Blancas son en sí mismos un regalo inmenso, el único momento del día en que logro sacarle de su habitual mutismo y arrancarle una animada conversación sazonada con mil historias de esa vida intensa suya que también en parte es la mía.
“El caminar es a menudo un rodeo para reencontrarse con uno mismo”, afirma David Le Breton en su Elogio del caminar (Siruela, 2011). Este brillante sociólogo también recuerda que hacerlo bien no es fácil por ser “una forma activa de meditación que requiere una sensorialidad plena”. Cuando yo camino soy más bien asombrado escudriñador de instantes únicos, observador activo en busca de aves heroicas como ese papamoscas cerrojillo que despega de una rama, atrapa un mosquito y vuelve raudo a la misma percha mientras el dorado sol de finales de agosto se refleja en sus delicadas plumas blanquinegras, cuerpecillo recién llegado de ¿Alemania, Inglaterra, Noruega?, y al que todavía le quedan varios miles de kilómetros de viaje migratorio para descansar en ¿Nigeria, Togo, Costa de Marfil? Busco arte en el campo, sabiduría en las huertas, enseñanzas en la geología tortuosa de las montañas, sorpresas en la distribución infrecuente de una orquídea o las diferencias de coloración de una amapola. Aguzo los cinco sentidos pues soy incapaz de evadirme de la realidad y viajar hacia mi interior cuando el exterior es tan grandioso y tiene tantas cosas que contarme, pero sí logro al menos desconectar de las presiones y preocupaciones del día a día, que no es poco.
Hay muchas maneras de caminar, solo o acompañado, en silencio o en tertulia, por el campo o por la ciudad, viendo pájaros o con la mirada perdida, pero ese ritmo pausado siempre te permitirá disfrutar del entorno, detenerte donde y como quieras, contemplar y disfrutar. Porque caminar no es un